Cuando
tras las líneas enemigas estalló la alarma ya era tarde para Pepper y
sus chicos. Su frágil intento de flanquear el grueso de las tropas de Gadrick
el Resurgido para llegar hasta él había fracasado. Ya solo restaba oponer flaca
resistencia al Gran Príncipe Demonio y a sus huestes. Aún con tan mal
pronóstico, el ánimo de Pepper no decayó, no por su estricta determinación en
la batalla ni por su afán incontenible de sangre y fuego. Sino por su seca
incapacidad para sentir cualquier cosa. Cuando sus espectros canópticos se
vieron rodeados por un regimiento de caóticos adoradores de Khorne dirigidos
por el mismísimo Lord al que habían ido a buscar, solo experimento cierta
confusión (hasta donde era capaz de experimentarla) y poco después cambiaba su
estrategia al clásico “aguantar y disparar”.
Desvelado
tras la interrupción, el Príncipe Demonio regresó a su tienda legañoso y
cabreado. La fugaz incursión necrona le había hecho levantar de su lecho sin
apenas poder arreglarse. Se había lanzado a la batalla en pantuflas y ropa de
dormir empuñando su Abrasaalmas (un espadón bastante pijo, regalo del mismísimo
Mr. Khorne por cierto apocalipsis caníbal llevado a cabo para su gloria en
algún planeta de la Franja Este de La Galaxia). Ahora regresaba demasiado
excitado como para dormir pero demasiado cansado como para hacer algo
productivo. Finalmente se acurrucó en su sillón preferido y rascó su peluda
panza en honor de Slaanesh (dios de los más bajos placeres). Comenzó
preguntándose por la misteriosa presencia de Necrones en su campamento, ¿acaso
no era un ejército Tau lo que esperaba desde hacía una eternidad? Había pasado
ya una semana desde que recibiera un holopergamino con una invitación cargada
de grades dosis de ingenuidad de parte del Imperio Tau y de su general al
mando, Mon O’Keylla. En ella ofrecían a sus Marines y a él mismo a una alianza
con idea de alcanzar el “Bien Supremo” entre todos. “Alguien tiene que
espabilar a estos hippies colgaos o van a acabar muy mal, muy muy mal”, pensó, “con suerte podré ser yo”.
Volviendo
a los Necrones, ¿de dónde salían todos esos viejos latosos en aquél momento? Parecía
probable que su acampada hubiese perturbado la paz de un mundo necrópolis
subterráneo sin saberlo. En cualquier caso, no cabía duda de que se encontraba
de mierda hasta el cuello, si no llegaban pronto esos perro flautas tal vez
tuviera que enfrentarse primero a los Necrones y, quién sabe, quizás mermaran
sus fuerzas lo suficiente como para tener que aceptar el tratado de los Hippies
Espaciales por seguridad. Con la mente nublada por sus problemas, creyó
conveniente dormir un poco para intentar verlo todo más claro por la mañana.
Después de beberse un buen vaso de sangre caliente con canela en rama y unas
gotas de limón, se metió entre sus sábanas y se durmió bajo la protectora
mirada de los Dioses del Caos que le observaban desde los pósters de las
paredes. Fuera de su tienda, los primeros rayos de la rojiza y agonizante estrella
de Ghonis XII nacían de entre las cordilleras rocosas del Norte (de acuerdo con
la peculiar rotación de Ghonis XII).
En
alguna parte del subsuelo, el Phaeron Sehnsukh, de la dinastía Nekas veía
frustrada su tentativa de asesinato sobre el general de las tropas acampadas en lo alto de su palacio que le estaban provocando unos terribles
desconchones en la pintura del techo. “¡Mis frescos, mis frescos!” gritaba
corriendo como un poseso instantes después de despertar del Gran Letargo
gracias a un trozo de un mural que le había caído en los morros con las primeras
sacudidas (este antiquísimo fresco representaba al dios de los Necrones creando
a la primera necrona a partir del quinto metacarpiano del pie izquierdo del
primer necrón). Con su intento de regicidio había pretendido dar una patada
espiritual en los huevos al enemigo, con la idea de tenerlo aturdido para una
sesión de violación anal (metafórica, por supuesto) a la mañana siguiente.
Ahora solo le quedaba el placer de desarrollar un largo discurso aleccionador
para la nobleza de su Corte, sobre cómo afrontar los golpes de la fortuna sin
caer en las férreas manos de la desesperación y blablablá… Del Sehnsukh de
antes de la Biotransferencia quedaban pocos retazos de genio militar pero su
incontenible pedantería se había mantenido durante milenios y se había añadido
el anhelo de sentir, lo que le llevaba a dramatizar exageradamente cuando creía
que correspondía (según había visto en la telenovela que ponían después del
Informativo Galáctico). No era raro verlo desmayarse en brazos de sus
Necroguardias al ver pasar a una linda necrona, para esta ocasión, decidió
encerrarse en su habitación con un gran cubo de helado de tiramisú (su
preferido) mientras se sonaba el fluido hidráulico que supuraba de las juntas
de sus fosas nasales mecánicas.
A la mañana siguiente, más allá
de las cordilleras rocosas del Norte, Mr. Mon O’Keylla y sus guerreros del
fuego avanzaban implacables a través de la desértica llanura que conformaba el
90% de la superficie del planeta. Enfundado en su armadura de combate, y
gracias al moderno aparato de aire acondicionado instalado recientemente en su
armadura en previsión de la campaña que estaba por llegar, O’Keylla pasaba el
rato sin pena ni gloria, resolviendo crucigramas y sudokus a tutiplén (su módem
solo funcionaba a ratos por culpa de aquellos condenados granos de arena que se
colaban por todos los resquicios de su equipo). En vista de que la caravana
llegaría esa misma tarde al campamento de las Hordas del Caos, O’Keylla había
puesto a sus hombres a dibujar palomas de la paz mojando las palmas de sus
manos en pintura para dedos (todos los regimientos Tau iban siempre bien
equipados con estas y tantas otras cosas imprescindibles para sus campañas).
Al mismo tiempo, en el
campamento, Gadrick el Resurgido era informado de la inminente llegada de los
Hippies Espaciales y decidía dejar la organización de sus huestes demoníacas en
manos de su fiel Heraldo Retone Aka Oner, un ancestral demonio menor, como
indica su nombre. Aunque este hubiese preferido tirar
la casa por la ventana e irse a vivir a Las Vegas, procedió obediente a
rascarse la barriga (acción más que popular por aquél entonces) y a prestar más
atención a los traseros de las Diablillas de Slaanesh que a ejércitos y
regimientos. Al fin y al cabo, un ligero toque de Caos no iba a hacer ningún
mal.